Dedos sobre el teclado

Los poetas que me rodean. Tangibles y ciertos como en un café del centro. Con un libro en la mano y el tiempo acelerado en las rodillas. Contenido. Estático pero no, recalentándose, a punto de explotar en purpurina. Uno levanta la vista, y en el reflejo de la ventana, el camino. Infinito hacia un punto diminuto, que simboliza inmensidad. Ese punto, que lo es todo. Insignificante a los ojos de algunos, pero nosotros, que vemos como ellos, ellos mágicos, es el mundo entero, en nuestros dedos. Agudiza la vista y el atardecer sobre la ruta imaginaria. Y siente las rodillas más livianas, tranquilas, ya quietas, no duelen de desesperación, y aunque en un segundo vuelva la ansiedad, la eternidad se dibuja en el cristal. Posible y alcanzable como pedirle al mozo otro café. Líneas amarillas pasan verticalmente sobre el asfalto, por abajo de los borcegos negros. Hay películas que uno nunca olvida.
Los leo y recuerdo un color que adoro. Que me produce una media sonrisa en la cara, y me ayuda a dormir, como el Dylan de los 60 y el sonido de la púa sobre un disco, juntos.
Nunca falsas urgencias, siempre aullamos al cielo estrellado, y bailamos hasta el amanecer.
Never Tired, Never Sad, Never Guilty.
Amo cada uno de sus versos como si fueran los mismos ojos con los que me miran, las mismas manos con las que agarran las mías.
Un beso y sus labios, un adiós y su abrazo. El silencio, dimensión en la que se comprende fuera del lenguaje. Pero siempre vuelvo, porque amo las palabras como amo su mirada bajo el sonido estridente de una canción.
Me encanta la urgencia con que descargamos la inspiración.
Ante la necesidad de gritar no puedo más que callar y cerrar los ojos. Casi que me quedo dormida de la energía agotada en un segundo, descarga eléctrica. Algunas lágrimas, y el cuerpo que extraña el cuaderno de notas que se tragaba todas las líneas espontáneas cargadas de vida.
No me importa, solo quiero volver.
No intentes entender.
Solo se entiende en silencio.

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